Por
Juan Chirveches
Nuestro país -España o Ex paña, que ya ni
se sabe, a ciencia cierta, cómo llamar a este desbarajuste troceado en lonchas
autonómicas; a este costosísimo galimatías administrativo en que los señores
políticos han convertido, en los últimos treinta años, el territorio de todos
nosotros -, nuestro país, digo, arroja
unas cifras vergonzosas en cuanto a número de lectores habituales se refiere y
en cuanto a comprensión lectora.
Nos han construido, o hemos dejado que nos
construyan -que siempre se ha dudado si es antes el huevo o la gallina-, un
modelo de sociedad que está de los nervios, rebosado de prisas y de ruidos.
Vivimos, la mayoría, en unos pisillos cutres, llenos de estrechuras, carentes
de silencio y pagados, encima, a precio de atraco a hipoteca armada.
Todo lo cual nos aleja, claro está, de la
paz y del sosiego que requieren la lectura. Pero es que, además, en las últimas
muchas décadas, ni desde el ámbito familiar, ni desde las escuelas e
institutos, ni desde las autoridades públicas se ha fomentado o estimulado
entre los jóvenes, de forma suficiente y eficaz, el amor por la lectura y por
los libros.
Cierto es que, recientemente, en los
centros de enseñanza se ha aumentado el número de horas dedicadas a leer, y se
lleva a los alumnos a visitar y conocer las bibliotecas locales, lo que es muy
positivo. Pero padecemos muchos años de retraso en este asunto, y el desapego
por la lectura y por los libros es una pesada rémora que empobrece y lastra a
cualquier sociedad.
Porque la lectura, y comprender lo que se
lee, es la base y fundamento de la transmisión de los conocimientos, de la
educación, de la cultura y de la civilización. Desgraciadamente, no hemos
aprendido a amar los libros. Y los libros son los joyeros que contienen, y
donde se guardan, los tesoros de la memoria colectiva, del pensamiento, de la
sabiduría y de la sensibilidad de los humanos.
Y como tenemos desapego o no amamos los
libros, no nos sabemos los cuentos; y como no nos sabemos los cuentos, no nos
salen las cuentas. Oí decir, en cierta ocasión, a una diplomada universitaria
que los hermanos Grimm eran dos: de uno de ellos no recordaba bien el nombre; y
el otro se llamaba, por supuesto, Graham: Graham Green…
Pero no se trata, solamente, de conocer o
saberse de qué va tal cuento o tal otro, sino de comprender e interiorizar su
enseñanza. Porque los cuentos clásicos, dentro de su envoltura de más o menos
agradable y entretenido argumento, guardan una esencia ejemplar: un núcleo de
sabiduría y experiencia destilada a través de muchas generaciones, lo que, por
otro lado, les emparenta también con los refranes.
Pues bien. Como puse más arriba: por no
sabernos los cuentos, no nos salen las cuentas… Si las autoridades públicas, y
la afición en general, hubieran tenido
en cuenta el cuento de La gallina de los huevos de oro, habrían cuidado de la
gallina como de oro en paño, y no la habrían matado, como hicieron, de forma
tan lamentable.
Quiere decirse que en los primeros años del
presente siglo, en plena bonanza económica, debido a que la gallina urbanística
no paraba de poner huevos de oro, y hasta de platino, nuestras enloquecidas
autoridades (y todo el mundo) no se conformaron con las ganancias que
proporcionaban los huevos, sino que, para extraer de golpe y porrazo el tesoro
que estos ignorantes creían contenía la gallina, la mataron a golpes de
demenciales, excesivos y salvajes planes urbanísticos que acabaron, finalmente,
por dejar a tanto iluso alcalde, a tanto iluso concejal, a tanto iluso
consejero autonómico, a tanto espabilado constructor y a tanto espabilado
inversor aficionado, sin huevos de oro, sin gallina y desplumados.
Si hubieran tenido presentes las enseñanzas
del cuento de La lechera, quizá, solo quizá, estos nefelibatas se hubieran
frenado a la hora de elaborar y llevar a cabo asombrosos, gigantescos y
costosísimos proyectos fundamentados en el aire, sostenidos en la nada,
sustentados en un imaginario porvenir que iba a ser, en su hilarante
imaginación, cada vez más suntuoso y millonario. Proyectos ruinosos con que
llenaron de viento el cántaro de su irresponsable fantasía, para terminar con
la vasija rota y la leche esturreada por el suelo de la realidad.
Quiere decirse: aeropuertos en pueblos;
trenes de lujo para ciudades de escasa población, que no aportan pasajeros;
metros innecesarios y sin dinero para financiarlos; centros culturales enormes,
hinchados e insostenibles, destinados a albergar tímidas exposiciones de nivel
provincial o local, que no visita casi nadie, a mayor gloria de los camaradas
ideológicos y de la megalomanía de algún preboste…, etcétera, etcétera, y todos
los muchos etcéteras que sobradamente conoce la afición.
Si se supieran bien (no sólo las
autoridades, sino todo el público) el cuento o fábula de La cigarra y la
hormiga, no habrían despilfarrado nuestros señores políticos, durante la
bonanza del verano, tanto capital en comilonas, viajes, dietas, autosueldazos
fuera de cacho, miles de inútiles asesores o cientos de Consejos prescindibles.
Y muchos de nuestros paisanos no habrían aceptado firmar abusivas hipotecas; ni
comprar, sin un duro y sin un trabajo estable, carísimos todoterrenos,
apartamentos en la playa por el triple o cuádruple de su valor real, o cruceros
de lujo a cargo de tarjetas de crédito con fondos de futuro, es decir, sin
fondos.
Si nos hubiéramos sabido bien el cuento de
La cigarra y la hormiga, tal vez no nos veríamos ahora, en el invierno, helados
de frío y pasándolas canutas.
De todo lo cual se deduce y se sigue la
gran importancia que tiene leer. Para que, sabiéndonos y comprendiendo los
cuentos, puedan salirnos las cuentas.
J. Ch.
Publicado en Ideal. Granada, 21 de abril -
2012