Por Juan Chirveches
El correr de los años, con sus azares y sus
vaivenes y sus mudanzas, va dibujando en nuestro interior, con trazos
indelebles, una cartografía personal, unos mapas exclusivos de los que sólo
nosotros poseemos las claves, y que componen, en su conjunto, una privada, una
íntima geografía sentimental.
Una geografía sentimental que nos ha ido
brotando por dentro; que hemos creado con los valles amenos que nacieron
con nuestras risas; con las altas montañas que levantaron nuestras ilusiones;
con los ríos caudalosos que formaron nuestras lágrimas; con los prados
luminosos y floridos que resplandecieron con nuestros amores; con los
intrincados bosques que enmarañaron nuestras pasiones; con los áridos desiertos
interiores que se quedaron ahí adentro, cuando nos arrasó la pena.
Y también con los lugares donde, en cierta
ocasión, nos ocurrió algo; con las ciudades donde, tiempo ha, vivimos durante
una época; con los pueblos donde, una vez, fuimos felices.
En el mapa de nuestra personal geografía
sentimental, Padul ocupa un lugar muy preferente.
Padul, el pueblo luminoso que nos abre la
puerta que da paso al valle de la
Alegría: el valle de Lecrín.
Padul, el pueblo de corazón abierto que,
cuando los terremotos de 1884, acogió a muchedumbre de afectados de los pueblos
vecinos, ofreciéndoles sus cuidados y la hospitalidad de sus casas, gesto que
reconoció y premió el rey Alfonso XII.
Padul, el pueblo heroico donde, en las
afueras, cuando 1810, Juan Fernández -conocido como el Tio Caridad o como el
Alcalde de Otívar- plantó cara a los franceses y, peleando, cayó herido, pensaron
que de muerte. Durante aquella batalla fueron abatidos ciento cincuenta
españoles, según la afrancesada Gaceta que se publicada en Granada capital…
Padul, el pueblo valiente que, cuando 1569,
aguantó la furibunda acometida de un incendiario ejército de moriscos, que metió
fuego a la población y mató a medio centenar de los nuestros.
Pedro Antonio de Alarcón, que pasó por allí
el 19 de marzo de 1872, en su libro de viajes La Alpujarra escribe: “el
Padul (donde se muda tiro) es una rica, alegre y aseada villa de 3235 habitantes”…
Y más abajo, aludiendo a las bonanzas del Valle: “en el Padul inaugurábanse
todos los encantos de aquel nuevo paraíso”…
El pueblo se ubica en lugar privilegiado,
lanzadera hacia Granada, hacia las Alpujarras y hacia el mar. Nos informa Madoz,
en 1845, de que en su estafeta de correos se separaba la correspondencia con
destino al Valle de Lecrín, a la
Alpujarra o a Motril y la costa. Y también nos dice el gran
geógrafo, que la fertilidad y abundancia de agua hacían que su vega ofreciera
“el aspecto de una continua primavera”.
Acunado al regazo de Sierra Nevada, situado
en la esquina de una amplia llanura, que antes fue laguna, aparece El Padul en
un recodo del terreno, junto a un bello paisaje, cercado por altas montañas a
un lado, y una ancha y fértil vega al otro. Y al frente, la vista se va en la
lontananza, por encima de Cozvíjar, de Dúrcal y de Nigüelas, hasta perderse en
lo profundo del Valle, que comienza, ya al fondo, su alargado y largo descenso
hacia el mar.
Paseando por sus calles, mirando desde sus
balcones, sobrecoge, a veces, la maciza
presencia del pico del Caballo, tan azul en verano, tan blanco en invierno, tan
encima, nazareno pétreo y enorme, padre gigante al cuidado permanente de los cuatro
pueblos que, como retoños, acoge bajo su manto.
Llevadme a las montañas donde
se bebe pura
el aura que el espacio tapiza
con su azul:
allí donde los cielos se
abarcan en su anchura,
allí donde se alcanzan en la
feraz llanura
a Málaga y Granada por cima del
Padul”.
José Zorrilla, el inmortal autor de Don
Juan Tenorio, escribió estos versos en 1886.
A cualquier amante de los viajes gustará
una visita al Padul. Pasar y pasear, una legua antes, por la colina del Suspiro
del Moro, desde donde el rey Boabdil, derrotado, caminando hacia la tristeza,
contempló Granada por última vez.
Recorrer, luego, sus calles blancas,
tranquilas, con el decorado espléndido y esplendente, al fondo, del pico del
Caballo, que nos saluda a la vuelta de algunas esquinas o al final de algunas
calles. Beber sus aguas fresquísimas, riquísimas, en la fuente de los Cinco
Caños, del siglo XVI. Admirar, junto a ella, el precioso lavadero, del XIX.
Sentir la grandeza de la Historia
entre los recios muros de la Casa Grande,
de comienzos del XVII, hoy vacía: pero se dice que bajo la tierra de sus
patios, hay enterradas enormes y misteriosas orzas de barro.... Temblemos de
emoción, en su iglesia, ante el Cristo tallado por algún aventajado discípulo
de Pablo de Rojas. Veamos las cruces de piedra del Calvario, del año 1700. Hagamos
una maravillosa excursión por la
Laguna, el más importante humedal del Reino de Granada, a
través del recientemente acondicionado sendero del Mamut, con Sierra Nevada
casi encima, entre cañales, carrizales, turberas, zampullines, ánades, fochas:
un delicioso baño de naturaleza.
Y, ¡cómo no!, almorcemos, en cualquiera de
sus bien atendidos mesones, el sabroso choto al ajillo, auténtico plato
nacional paduleño, acompañado de la refrescante y nueva cerveza Mamut, de
elaboración local.
J. Ch.