Por Juan Chirveches
Francisco Gómez Arreciado, Paco Toronjo, el
mejor cantaor por fandangos de Huelva que nunca haya existido, cantaba a
corazón abierto; sabía transmitir el desgarro de su alma hecha trizas, y sacaba
los tormentos que rebullían en sus pozos interiores a través del cable de la
voz.
Reconcentrado, con los ojos cerrados,
cantaba desde muy adentro, agitándose, poniendo una increíble pasión en cada
letra, en cada tercio que él derramaba dejando estremecido el aire y admirado
al personal.
Al atacar el palo, metía la cabeza y la
dejaba casi apoyada en la mesa o en las rodillas, y al momento, nada más
comenzar, levantaba su rostro de pájaro herido y decía su cante que imantaba
almas.
A veces, la fuerza con que ejecutaba los
tercios le impelía a levantarse de la silla y enseguida caía derrengado sobre
la anea, agotado por la tensión y la emoción que había puesto en la copla.
Luego, al terminar, extendía los brazos
lentamente, abiertas las palmas de sus manos, como dirigiendo la invisible
orquesta de los silencios que quedaba sonando tras su voz. Abría muy despacio
los brazos acalmando, con ese gesto, el desborde de pasión que él mismo, y
desde sí mismo, había creado en el auditorio.
En ocasiones, se apretaba la cara con los
dedos mientras se estremecía cantando “ella es buena y volverá/ corazón mío no
llores”…, y cantaba con sus manos, con su cuerpo entero, con su pelo negro que
se agitaba emitiendo destellos acharolados.
Otras veces, reposado, se contenía en los
primeros tercios para vaciarse en el último, echándose afuera desde muy
adentro.
Tenía la voz rasposa, hondísima; cuando la
alzaba parecía lijar el aire. Y cuando terminaba su fandango, el aire que había
entre él y sus escuchadores quedaba lleno de las raspaduras flotantes de su voz
Llevó a la perfección aquello que ya hacía
Paco Isidro: rompía en dos partes algunas palabras, y entre uno y otro trozo de
la misma palabra, mientras la guitarra seguía oyéndose al fondo, se abría un
inacabable abismo de espera.
Imprimió al fandango una hondura y una
jondura desconocidas hasta entonces. Hondura y jondura son dos palabras distintas
que envuelven conceptos, aunque conectados, diferentes. No es lo mismo la
hondura que la jondura, como no es lo mismo lo hondo que lo jondo. Lo jondo es
más hondo que lo hondo: cae y está más adentro. Lo hondo puede rellenarse de
aire o de nada, mientras que lo jondo siempre está lleno de sentimientos, de
sufrimientos, de derrotas y de pena. La hondura es una profundidad a la que
podemos asomarnos a través del brocal de la filosofía, de la literatura o del
arte; la jondura es una profundidad a la que sólo podemos asomarnos a través
del brocal del cante flamenco.
Hasta Paco Toronjo el fandango era palo más
ligero, más festero. Él lo elevó a cante grande. Lo alzó de fandanguillo a
fandango. Como él gustaba repetir, le quitó la i y le colocó la o. Y lo dotó, a
la vez, de hondura y de jondura.
Llevó a su culmen el camino que habían
abierto y allanado Marcos Jiménez, Pérez de Guzmán, Rengel, Rebollo y el gran Paco
Isidro; y sacó los estilos de Huelva de sus comarcas para subirlos a categoría
universal. Despojó al fandango de sus connotaciones folclóricas, más ligeras, y
lo aflamencó, lo ajondó y lo metió para siempre entre los grandes palos del
flamenco. Y además lo hizo sin tocar en nada su pureza y su reconocible sabor
tradicional, lo que solo está al alcance de los artistas más grandes: de los
genios.
Inventó la introducción de los fandangos
por seguiriyas: creaba el ambiente y ajustaba la voz con los ayes de la
seguiriya, hacía surgir su atmósfera, y cuando todo el mundo se preparaba para
oírla, Paco Toronjo giraba hacia el fandango dándole un quiebro mágico al toro
bravo del cante.
Gran letrista también. Es fama que podía
pasar toda una noche cantando fandangos sin repetir una letra. Desde
profundidades muy jondas, y también muy hondas, desde simas de tristeza, subía
y le salía por el volcán de su garganta aquello de:
La salud y
el bienestar
los he
perdido por ti,
la salud y
el bienestar.
Me
encuentro en un hospital
solo, y no
quieres venir:
sabe Dios
dónde andarás.
Muchas letras de Paco Toronjo llaman,
claman y reclaman a alguien que no atiende su grito desgarrado. Estremece oír
cómo mueve y zarandea, desesperado, el último tercio de ese fandango, “sabe
Dios dónde andarás”, y cómo deja la última palabra vibrando por encima del
aire, en ondulaciones cargadas de sentimiento que finalmente nos cae encima
como una lluvia de pena.
Había nacido en Alosno, en 1928, y en su
cara llevaba grabados los muchos años que, antes de la fama, había trabajado en
los campos y en las minas del Andévalo.
Cuando yo vivía en Huelva, de 1985 a 1987, Paco Toronjo
era ya una institución en la ciudad. Había regresado a su tierra tras muchos
años de éxito y de triunfos en Madrid, y mataba como podía interiores
soledades. Tenía el corazón muy grande y muy herido.
Un día le pedí que diera un recital en la
cárcel, y le hablé de lo exiguo de nuestro presupuesto. “Niño, yo por cantar a
los presos no voy a cobrar ná: me quemaría luego ese dinero en los bolsillos”.
Una tarde del invierno de 1986 en un patio
de la prisión abarrotado de presos, que no paraban de jalearlo, la voz de Paco
Toronjo se abría paso, horadando vientos, hacia insondables abismos de emoción:
A ese pobre
pajarillo
le han robao
la libertad,
y aunque siempre está cantando,
no es alegre
su cantar:
quién sabe si
está llorando.
Entre fandango y fandango, con un frío que
pelaba, me decía por lo bajo: “¡ojú, niño, qué frío!”…, y luego se ponía a
cantar otra vez, de frente, de pie, a pecho descubierto, contra un aire
oceánico que venía cargado de humedad, de tempestad y de mala leche.
Cuando nos dimos la mano para despedirnos,
me extendió una tarjeta de visita en la que decía escuetamente: “Paco Toronjo.
Cantaó”. Y abajo a la derecha un número de teléfono cuyos dígitos parecían
cagarrutillas que hubiera depositado allí la mosca de la desolación.
“Niño, yo por cantar a los presos no voy a
cobrar ná. Me quemaría luego ese dinero en los bolsillos”. Paco Toronjo murió
en la ruina, en 1998, once años hace ahora, al comienzo del verano, cuando toda
Huelva se pone de azul atlántico.
J. Ch.
Publicado en el diario Ideal. Granada, 27 de junio – 2009
Incluido en el libro
El traje de la ciudad