martes, 4 de diciembre de 2012

PACO TORONJO. ONCE AÑOS DE AUSENCIA




                                                                             Por  Juan Chirveches


    Francisco Gómez Arreciado, Paco Toronjo, el mejor cantaor por fandangos de Huelva que nunca haya existido, cantaba a corazón abierto; sabía transmitir el desgarro de su alma hecha trizas, y sacaba los tormentos que rebullían en sus pozos interiores a través del cable de la voz.
    Reconcentrado, con los ojos cerrados, cantaba desde muy adentro, agitándose, poniendo una increíble pasión en cada letra, en cada tercio que él derramaba dejando estremecido el aire y admirado al personal.
    Al atacar el palo, metía la cabeza y la dejaba casi apoyada en la mesa o en las rodillas, y al momento, nada más comenzar, levantaba su rostro de pájaro herido y decía su cante que imantaba almas.
    A veces, la fuerza con que ejecutaba los tercios le impelía a levantarse de la silla y enseguida caía derrengado sobre la anea, agotado por la tensión y la emoción que había puesto en la copla.
    Luego, al terminar, extendía los brazos lentamente, abiertas las palmas de sus manos, como dirigiendo la invisible orquesta de los silencios que quedaba sonando tras su voz. Abría muy despacio los brazos acalmando, con ese gesto, el desborde de pasión que él mismo, y desde sí mismo, había creado en el auditorio.
    En ocasiones, se apretaba la cara con los dedos mientras se estremecía cantando “ella es buena y volverá/ corazón mío no llores”…, y cantaba con sus manos, con su cuerpo entero, con su pelo negro que se agitaba emitiendo destellos acharolados.
    Otras veces, reposado, se contenía en los primeros tercios para vaciarse en el último, echándose afuera desde muy adentro.
    Tenía la voz rasposa, hondísima; cuando la alzaba parecía lijar el aire. Y cuando terminaba su fandango, el aire que había entre él y sus escuchadores quedaba lleno de las raspaduras flotantes de su voz
    Llevó a la perfección aquello que ya hacía Paco Isidro: rompía en dos partes algunas palabras, y entre uno y otro trozo de la misma palabra, mientras la guitarra seguía oyéndose al fondo, se abría un inacabable abismo de espera.
    Imprimió al fandango una hondura y una jondura desconocidas hasta entonces. Hondura y jondura son dos palabras distintas que envuelven conceptos, aunque conectados, diferentes. No es lo mismo la hondura que la jondura, como no es lo mismo lo hondo que lo jondo. Lo jondo es más hondo que lo hondo: cae y está más adentro. Lo hondo puede rellenarse de aire o de nada, mientras que lo jondo siempre está lleno de sentimientos, de sufrimientos, de derrotas y de pena. La hondura es una profundidad a la que podemos asomarnos a través del brocal de la filosofía, de la literatura o del arte; la jondura es una profundidad a la que sólo podemos asomarnos a través del brocal del cante flamenco.
    Hasta Paco Toronjo el fandango era palo más ligero, más festero. Él lo elevó a cante grande. Lo alzó de fandanguillo a fandango. Como él gustaba repetir, le quitó la i y le colocó la o. Y lo dotó, a la vez, de hondura y de jondura.
    Llevó a su culmen el camino que habían abierto y allanado Marcos Jiménez, Pérez de Guzmán, Rengel, Rebollo y el gran Paco Isidro; y sacó los estilos de Huelva de sus comarcas para subirlos a categoría universal. Despojó al fandango de sus connotaciones folclóricas, más ligeras, y lo aflamencó, lo ajondó y lo metió para siempre entre los grandes palos del flamenco. Y además lo hizo sin tocar en nada su pureza y su reconocible sabor tradicional, lo que solo está al alcance de los artistas más grandes: de los genios.
    Inventó la introducción de los fandangos por seguiriyas: creaba el ambiente y ajustaba la voz con los ayes de la seguiriya, hacía surgir su atmósfera, y cuando todo el mundo se preparaba para oírla, Paco Toronjo giraba hacia el fandango dándole un quiebro mágico al toro bravo del cante.
    Gran letrista también. Es fama que podía pasar toda una noche cantando fandangos sin repetir una letra. Desde profundidades muy jondas, y también muy hondas, desde simas de tristeza, subía y le salía por el volcán de su garganta aquello de:

                                     La salud y el bienestar
                                    los he perdido por ti,
                                    la salud y el bienestar.
                                    Me encuentro en un hospital
                                    solo, y no quieres venir:
                                    sabe Dios dónde andarás.

    Muchas letras de Paco Toronjo llaman, claman y reclaman a alguien que no atiende su grito desgarrado. Estremece oír cómo mueve y zarandea, desesperado, el último tercio de ese fandango, “sabe Dios dónde andarás”, y cómo deja la última palabra vibrando por encima del aire, en ondulaciones cargadas de sentimiento que finalmente nos cae encima como una lluvia de pena.
    Había nacido en Alosno, en 1928, y en su cara llevaba grabados los muchos años que, antes de la fama, había trabajado en los campos y en las minas del Andévalo.
    Cuando yo vivía en Huelva, de 1985 a 1987, Paco Toronjo era ya una institución en la ciudad. Había regresado a su tierra tras muchos años de éxito y de triunfos en Madrid, y mataba como podía interiores soledades. Tenía el corazón muy grande y muy herido.
    Un día le pedí que diera un recital en la cárcel, y le hablé de lo exiguo de nuestro presupuesto. “Niño, yo por cantar a los presos no voy a cobrar ná: me quemaría luego ese dinero en los bolsillos”.
    Una tarde del invierno de 1986 en un patio de la prisión abarrotado de presos, que no paraban de jalearlo, la voz de Paco Toronjo se abría paso, horadando vientos, hacia insondables abismos de emoción:

                                  A ese pobre pajarillo
                                 le han robao la libertad,
                                 y aunque siempre está cantando,
                                 no es alegre su cantar:
                                 quién sabe si está llorando.

    Entre fandango y fandango, con un frío que pelaba, me decía por lo bajo: “¡ojú, niño, qué frío!”…, y luego se ponía a cantar otra vez, de frente, de pie, a pecho descubierto, contra un aire oceánico que venía cargado de humedad, de tempestad y de mala leche.
    Cuando nos dimos la mano para despedirnos, me extendió una tarjeta de visita en la que decía escuetamente: “Paco Toronjo. Cantaó”. Y abajo a la derecha un número de teléfono cuyos dígitos parecían cagarrutillas que hubiera depositado allí la mosca de la desolación.
    “Niño, yo por cantar a los presos no voy a cobrar ná. Me quemaría luego ese dinero en los bolsillos”. Paco Toronjo murió en la ruina, en 1998, once años hace ahora, al comienzo del verano, cuando toda Huelva se pone de azul atlántico.

                                                                                      J. Ch.

              Publicado en el diario Ideal. Granada, 27 de junio – 2009
                             
                           Incluido en el libro El traje de la ciudad