Por Juan Chirveches
Las leyes otorgan a los ayuntamientos
españoles “la ordenación, gestión y
ejecución del Urbanismo”. Pero vemos con tristeza y estupor cómo, en infinidad
de municipios, grandes y pequeños, de todas las regiones y de todos los colores
políticos, la ordenación urbana se muda en desorden y caos y capricho; la
gestión, en mala gestión, en corrupción y en latrocinio; y la “ejecución”, en
cambio, sí que se lleva a cabo y buen término: la ejecución y muerte de la
ciudad tradicional, de la hermosa y dulce arquitectura popular, ejecutadas y
sepultadas por opresivos, agresivos y hostiles edificios que son como una
violenta pesadilla de piedra en medio del apacible sueño del caserío.
Vemos con tristeza cómo, en cuestiones
urbanísticas, en vez de ordenadores y gestores, y ejecutores, del bien común, y
del sentido común, y aplicadores, muchos ayuntamientos (o muchísimos, porque si
rascáramos un poco...) devienen cueva de ladrones, favorecedores y cómplices de
la barbarie especuladora y de los sinvergüenzas, impulsores o justificadores de
la destrucción de sus propios pueblos y ciudades a los que, en teoría, debieran
defender.
Y todo ello porque demasiados políticos municipales
se meten a la actividad pública no con el deseo de gestionar y favorecer
honradamente los bienes comunes, sino con la intención, expresa y descarada, de
autogestionar y favorecer sus propios
bolsillos: o séase, de enriquecerse.
Hoy, en España, el desprestigio y la mala
fama que la clase política (no sólo la municipal) se ha ganado a pulso son tan
elevados que sonroja y avergüenza a cualquiera. Leyendo estos días el libro de
Félix Bayón “Vivir del Presupuesto”, que tan amablemente me ha regalado mi buen
amigo Carlos Tovar, encuentro esta frase que el notable periodista escribió en
noviembre del 2005, pocos meses antes de morir: “los partidos políticos se han
llenado de buscavidas que ni se toman la molestia de disimular su condición”...
A pesar de esto, tenemos una inflacionaria
inflación de políticos, tres cuartas partes de los cuales son prescindibles;
nadie sabe qué hacen, ni para qué sirven; y, de hecho, no sirven para nada. Los
tenemos locales, comarcales, mancomunales, provinciales, forales, regionales,
estatales, continentales, supranacionales y, ya mismo, los de la alianza de
civilizaciones, que aún no tienen nombre. Todos cobrando y con dietas. Pues bien: de entre ellos, la palma del
desprestigio se la llevan, sin duda, los
políticos municipales.
Hay personas admirables y decentes,
apasionadas por la política local, que luchan por mejorar sus municipios y se
entregan con entusiasmo y honradez a conseguirlo. Gente bienhechora.
Pero: el excesivo margen de autonomía
municipal; las listas electorales bloqueadas y cerradas; la imposibilidad de
que los electores elijan de forma directa a su alcalde; el que no se ponga
límite de tiempo a los mandatos (un alcalde puede serlo durante toda la vida);
los cambalaches postelectorales; las lagunas e insuficiencias de las normas que
regulan las incompatibilidades; el poder de contratar de forma directa las
obras públicas y de nombrar, a dedo, asesores y diverso personal; la potestad de hacer, rehacer, alterar o
suprimir a capricho los planes de ordenación urbana; la posibilidad de
recalificar terrenos de forma arbitraria... todo esto, como han señalado
algunos estudiosos, entre ellos José Manuel Urquiza, cuyo libro “Corrupción
municipal” recomiendo al amable lector, juega a favor de la llegada a la
política local de una buena tropa de vividores y caraduras al asalto del
Presupuesto.
Así, vemos cómo, en innumerables
localidades, auténticos paletos sin sensibilidad ni preparación alguna, o de
una moralidad menos que justita, personas fácilmente corrompibles, llegan a
puestos de mucha responsabilidad y se encuentran, de pronto, manejando
presupuestos que se les escapan. Y, sobre todo, gozando del poder de decidir
sobre cuestiones urbanísticas que les pueden reportar, a poco que anden listos,
una interminable lluvia de monedas de oro. A cambio, claro, de autorizar o
promover toda clase de desaguisados y disparates en materia de urbanismo.
Nos deja perplejos que en las listas electorales
municipales puedan figurar candidatos directamente vinculados a empresas
inmobiliarias o constructoras, cuando no constructores ellos mismos. Claro que,
también, se da mucho el caso de los que, sin tener vinculación alguna con el
ladrillo, es llegar a alcaldes o concejales del ramo y, oiga, su mujer, sus
hermanos, sus cuñados y hasta sus primos empiezan a fundar empresas ligadas a
la construcción como el que hace rosquillas: vaya, ¡que les entra, de pronto,
la vocación por edificar!…
Si a esto añadimos los ingredientes de unas
cuantas pirañas inmobiliarias, siempre al acecho en estas turbias y selváticas
aguas para dar el bocado que arranque un trozo de paisaje común; y de unos
cuantos arquitectos sin escrúpulos, o poco escrupulosos, a la hora de aceptar
la elaboración o la ejecución de planos y planes, tenemos el cóctel que ha
emborrachado a toda España de ladrillajo, de corrupción y de edificaciones
ilegales.
Es éste el contexto donde, por doquier,
caen a diario preciosas casas de arquitectura popular, de alturas adecuadas a
la calle donde se ubican, y aparecen, en su lugar, espantosos edificios
hinchados de piedra y volumen, con
altura desmedida y estética de arrabal. Edificios que entierran las calles y
las aplastan con murajos agresivos, ajenos por completo a la tipología de
siglos de la localidad.
Alcaldes y concejales que debieran defender
y fomentar la estética urbana tradicional y propia, que dota de personalidad y
hace únicas, y hermosas, y reconocibles universalmente a sus localidades, son
quienes autorizan la transmutación de sus bellas poblaciones en vulgares urbes
despersonalizadas, como barrios clónicos construidos y diseñados por los más
ineptos y castrojas tardoimitadores de Mies van der Rohe, de Walter Gropius y de
Le Corbusier.
Porque si son graves y perniciosas la
corrupción urbanística y las construcciones ilegales, no son menos graves
muchas de las construcciones con apariencia o costra legal: en materia de
Urbanismo, en muchos lugares de nuestro país, lo “legal” es tan pernicioso y
salvaje, o a veces más, que lo ilegal. Basta con tener un poco de aseo en los
papeles y en las licencias, para que cuelen como legales auténticas salvajadas.
Lo vemos a diario: sólo hay que darse una vuelta por ciudades y pueblos de cualquier
sitio.
¿Quién puede parar toda esta infernal
maquinaria?: Juzgados y políticos
decentes, que los hay y muchos. Pero han de actuar con prontitud y valentía, lo
cual no es nada fácil. También ayudaría la concienciación y presión social para
poner freno a tanta barbarie.
Se ha dejado un poder enorme de hacer y deshacer en manos de
ayuntamientos que son dirigidos, en más ocasiones que las deseables, por
garrulos codiciosos, ignorantes y presas fáciles para los corruptores.
Sería conveniente que el Poder Central
recuperara buena parte de las decisiones y planeamientos urbanísticos. Ya hemos visto a lo que nos ha
llevado tanta autonomía municipal y regional: al caos urbanístico, a las
decenas de miles de construcciones ilegales, a los precios insufribles y
escandalosos de la vivienda, a la destrucción
de nuestros paisajes y nuestras poblaciones, a la corrupción
generalizada y a que nos señalen desde toda Europa con el dedo del ladrillajo y
del disparate.
Publicado en el diario Ideal.
Granada, 16 de Agosto - 2007