martes, 17 de abril de 2012

EL TINGLADO DE LAS AUTONOMÍAS



                                                                              Por  Juan Chirveches


    Con la concesión de autonomía política a las regiones españolas, a partir de 1979, se ha conseguido algo que ni siquiera los más avezados matemáticos pudieron llegar a soñar: multiplicar y dividir en la misma operación, simultáneamente y a la vez. Multiplicar por diecisiete las leyes, los políticos y los derroches; y, al mismo tiempo, en la misma cuenta, dividir por diecisiete el territorio, la cohesión y el sentimiento.
    Con las autonomías regionales se instaló y creció en España, en las entrañas mismas del Estado, una monstruosa máquina vibradora cuyos incesantes y nerviosos traqueteos y meneos resquebrajaron desde dentro, y desde muy pronto, los pilares y las paredes del edificio estatal, y amenazan con deshacerlo, si es que no lo han deshecho ya.
    Como un río que anduviera hacia atrás, contra cualquier manual de teoría, de práctica y de lógica política las autonomías han ablandado los cimientos que nos unían, han fragmentado las leyes que nos cohesionaban, han perturbado convivencias, agraviado colectivos, primado políticos de segunda fila, y derrochado y desperdiciado un extraordinario capital y una extraordinaria energía común perdida en absurdas, incongruentes y esquizofrénicas nimiedades.
    En un enloquecido e innecesario proceso al revés, poniendo la cabeza hacia abajo y los pies hacia arriba, España ha devenido una cuasi federación (o sin cuasi) en contra de toda racionalidad política, que nos enseña que lo federal surge por agregación de lo previamente disperso, y no por fragmentación de lo anteriormente unido.
    Un proceso federal supone un impulso y una fuerza centrípeta en que las partes desperdigadas se unen cediendo márgenes de su poder al nuevo ente, que se crea sumando. Muy al contrario, las autonomías regionales en España han supuesto y requerido un impulso y una fuerza centrífuga en la que el Poder Central se ha vaciado hasta límites irresponsables, cediéndolo a las partes, restando, en un absurdo proceso de loca prodigalidad, de entrega y de abandono. Lo nunca visto, ni oído, ni leído, ni teorizado ni practicado.
    Se demuele un sólido edificio para levantar en su lugar un débil tinglado: He aquí el tinglado de la nueva farsa territorial.
    Un tinglado cuyo andamiaje comienza a montarse durante la Transición: al socaire de las reivindicaciones autonomistas de vascos y catalanes, políticos segundones de otras regiones españolas, intuyendo el chollo que para ellos se avecinaba (en forma de buenos sueldos, dietas, vanidades y etcéteras varios), se lanzan también a pedir la autonomía para sus comarcas, aprovechando la debilidad del gobierno de la época (UCD) y la debilidad del propio Estado, en proceso de transformación. Es lo que un catedrático de la Universidad de Granada, Miguel Jerez Mir, denominó muy acertadamente el “síndrome de la emulación”. Y es lo que se llamó entonces “café para todos”. Es decir, autonomías para todo quisque en vez de, solamente, como hubiera sido lo racional, para catalanes y vascos. Y aun para éstos con muy claras y rebajadas limitaciones.
    La irresponsabilidad, en la cuestión territorial, de los políticos de la época -irresponsabilidad que continuó con los gobiernos posteriores-, fue notable, unos exigiendo lo que nunca debieron exigir, y otros cediendo lo que nunca debieron ceder, y las consecuencias de sus acciones las pagamos y pagaremos por mucho tiempo.
    Nos vendieron las autonomías como la panacea que iba a resolver todos los problemas de España: los regionales y los otros. Y se llenaban la boca mitineando con aquello de “el problema regional”.
    El “problema regional” es una de las tantas falsedades que venden los políticos para asegurarse poltronas, y algunos intelectuales para asegurarse conferencias pagadas. No existe ni ha existido históricamente en España el problema regional entendido de forma general. Existe, que no es lo mismo, un problema con dos regiones del conjunto. Pero ni mucho menos hay ni había generalizadas tensiones territoriales de tal magnitud que requirieran ser aliviadas mediante la cesión salvaje de competencias, nada menos que de rango estatal, a las regiones (Justicia, Educación, Sanidad, Hidrografía, Urbanismo, Impuestos, etc. etc. etc.).
    Hoy las autonomías son un pesadísimo lastre para el buen funcionamiento de España. Costosísimas. Endeudadas hasta el saqueo. Suponen un derroche económico y sentimental insoportable para nuestro país. Son foco permanente de tensiones, de corrupciones y de despilfarro. Una tenia que ha venido a parasitar en los intestinos del Estado dejándolo en los huesos y engullendo y triturando el Presupuesto: sólo las empresas públicas dependientes de las comunidades autónomas sumaban, en el segundo trimestre del 2007, unas deudas de casi nueve mil quinientos millones de euros. Y ahí no entran los gastos de funcionamiento, es decir, los astronómicos sueldos y dietas de los diecisiete presidentes autonómicos, de los cientos de consejeros regionales, de los mil y pico parlamentarios, de los cargazos, carguillos y carguetes nombrados a dedo, de los consejos audiovisuales, de los chóferes, audis, jubilaciones de oro, edificios, viajes, comilonas y prebendas y prebendados múltiples.
    ¿Y todo este dispendio para qué? ¡Todo este dispendio para nada! Porque las diecisietes justicias, las diecisietes enseñanzas, las diecisietes sanidades, los diecisietes urbanismos  y las diecisietes etcéteras siguen funcionando exactamente igual de bien, o exactamente igual de mal, según se mire, que cuando funcionaban como una sola. Ahí tenemos para demostrarlo, y sacarnos los colores, el informe PISA que coloca a nuestro sistema educativo en los últimos lugares de Europa; las camas nuevas de los hospitales, recién compradas, que no entran en los ascensores; la falta de personal sanitario durante las vacaciones, porque no se sustituyen las ausencias; las listas de espera de más de medio año para las operaciones; las montañas de expedientes judiciales amontonados en pasillos, sótanos y encima de los armarios; los juicios con varios años de retraso; el desastroso caos del urbanismo en todas las comunidades autónomas; las dolorosas  cifras de parados… Es decir, que con autonomías o sin autonomías todo viene a funcionar lo mismo. Solo que suprimiéndolas se ahorraría una importantísima cantidad de dinero que podría emplearse en cosas mucho más útiles y eficaces.
    Entonces, realmente ¿para qué sirve todo este tinglado autonómico, además de para llenar los bolsillos y el ego de sus responsables políticos? Yo se lo voy a decir, amable lector: para nada.
    Usted, amable lector, se levanta a las siete de la mañana y se dirige a su dura jornada laboral. Usted, amable lector, mantiene con parte de su dinero todo ese montaje que queda descrito más arriba. Y a cambio de todo ello, usted, amable lector, lo único que pilla es que, cuando helado de frío y madrugada va hacia su trabajo, puede mirar la bandera de su región ondeando en la balconada del ayuntamiento.
    Y que, por cierto, también podría mirarla, exactamente igual y en el mismo sitio, aunque no hubieran fragmentado España en diecisiete estatutos de autonomía.

                                                                                           J. Ch.


                 Publicado en Ideal. Granada, 22 de octubre - 2009