martes, 10 de abril de 2012

MEMORIA DE EL PADUL



                                                                      Por Juan Chirveches


    En 1968, cuando lo vi por primera vez, El Padul era un pueblo apacible que dormitaba su sueño de siglos recostado en el piedemonte de Sierra Nevada, según se baja hacia el mar. Entre sus casas blancas se notaba el sosiego de épocas remotas, y paseando por sus calles flanqueadas de persianas de caña amarilla, que ocultaban las puertas de las viviendas, se percibía el espíritu de la quietud.
    Tenía un bonito lavadero del siglo XIX con arcos de medio punto entre cuyos pilares de ladrillo nos escondíamos para mirar los muslos de las lavanderas que, al inclinarse sobre el reguero, se mostraban como brillos de nata asomando resplandecientes entre la noche oscura de los refajos.
    Al poco de terminar el tiempo de los moros, sobre las ruinas de una vieja mezquita, se había levantado la iglesia con muy esbelta torre: bajo su chapitel, una vez, anidaron las cigüeñas. La torre albergaba una campana que, al dar las horas, emitía sonidos como de latón cascado. Pero eso le confería una voz personal y única, y a mí me gustaba oír cómo iban cayendo las horas desde esa campana. Y cuando me quedaba a dormir en la casa donde estaba la farmacia de mi padre, me sentía arrullado por aquel bronce, por aquel badajo que hablaba como si nos hablara, desde las alturas, la lengua áspera y franca de un ángel aguardentoso.
    La iglesia conserva un monumental retablo barroco del siglo XVIII, un Cristo de la escuela de Pablo de Rojas y un interesante artesonado mudéjar que cubre la nave del centro como si fuera el casco volteado de un galeón imperial.
    La Casa Grande es una recia construcción señorial edificada a primeros del siglo XVII sobre la base de la más modesta vivienda desde la que Martín Pérez de Aróstegui, cuando la Guerra de las Alpujarras, resistió heroicamente, con una sola escopeta y seis criados, la acometida incendiaria de un tropel de moriscos.
    Más allá de los carrizales y cañaveras que rodean la laguna (donde una vez aparecieron los restos de un mamut), adentrándose ya en pleno Valle de Lecrín, hay a las afueras del Padul un lugar que inquieta, lleno de poesía y de misterio: el Ojo Oscuro. Es un ancho pozo natural rodeado de juncos, de fango y de arenas movedizas. Los lugareños hablan con veneración de ese lugar, y dicen que quien se acerca a sus orillas no vuelve a salir de allí. En una ocasión, el Ojo Oscuro se tragó un carro de bueyes y, a los pocos días, bueyes y carro aparecieron llenos de sal y de algas en las playas de Motril. Porque del Ojo Oscuro dicen los paduleños que, por debajo, comunica con el mar.
    Recordando ese mágico pasadizo, alguien, hace tiempo, trasterrado en el norte de África, viendo partir los barcos hacia la Península deslizándose por ese jirón de cielo desplomado que es el Mar Mediterráneo, añorando a su novia paduleña, escribió esta coplilla:
                                            
                                           Barquito de pasajeros:
                                          quién se marchara contigo,
                                          y en Padul apareciera
                                          por un extraño postigo.

    Todos los pueblos, también algunas ciudades, tienen un bar que es, como si dijéramos, el rey de los bares. Son lugares que poseen una atmósfera, un sabor, un olor que provoca que la mayoría de la gente, inconscientemente, los elija para estar allí como si estuvieran en su propia casa. Son bares que forman parte del alma misma del pueblo. Todos los pueblos, también algunas ciudades, tienen un bar que es El Bar.
    Durante muchos años, ese bar, en El Padul, fue el café bar Cenit. El Cenit olía a carretera, a mediodía cervecero, a trasnoche, a naipe y a potaje de garbanzos y a sudor albañil y a amigos. El genuino Cenit, hace tiempo que, en la memoria de los paduleños, se quedó a vivir con ellos en las habitaciones de la leyenda.
    Después de organizar unas tremebundas fiestas particulares en las que pasaba de todo y que, en su tiempo, llegaron a ser famosas, cuando las chicas habían vuelto a sus casas o regresado a Granada, ya de madrugada, mi amigo Jesús Galera y yo recalábamos en el bar Cenit poblado a aquellas horas por jugadores de cartas; por borrachos que transportaban en sus espaldas inclinadas el peso de los escombros del sábado-noche; por pacíficos insomnes que se sentaban en los taburetes y miraban a ningún lado como buscando el sueño, o un sueño; y por viajeros que atravesaban la noche y el frío de aquellas madrugadas de la Transición y se detenían allí para alimentar su viaje con unos tremendos bocadillos de jamón que les servía un camarero cojo, y cuyas lonchas brillantes asomaban y caían holgadas por debajo del pan como los faldones de un purpurado.
    Allí ocurrían muchas cosas que nosotros mirábamos divertidos, acodados en el recodo de la barra que había junto al urinario.
    Una noche hubo una pelea. De pronto, y sin que nada lo anunciara, la mesa de los jugadores de cartas salió disparada como una pelota y fue a estrellarse contra la pared de enfrente al tiempo que los naipes saltaban y quedaban, por unos momentos, suspendidos en el aire, girando sobre sí mismos como mariposas de cartón o molinillos viciosos; o como si fueran los espíritus de los tahúres que, con la excitación, se les hubieran salido del cuerpo.
    Pero, tras cinco minutos de voces, de empujones y de darse las manos, se sentaron de nuevo a jugar, silenciosos, fumadores, cinematográficos, como si allí no hubiera pasado nada.
    Algunas veces, la noche se ponía sentimental como aquélla en la que apareció un hombre mayor y avejentado, viudo, al que se le notaba que quería contar cosas y nos contaba que estaba solo en el mundo. Que había tenido un hijo que se le murió en Alemania y un único hermano que se lo habían matado cuando la Guerra. Y que tenía la pena de que se iba a morir solo, “como un perro”.
    En situaciones así, se ponía sublime Jesús Galera. El cual, mirando a aquel anciano derrotado, le decía: “no se preocupe usted, buen hombre, que cuando usted se muera aquí tiene usted un hombro que le llevará al cementerio”... Y, a continuación, sin consultarme ni con la mirada, poniendo su mano sobre mi clavícula... “y aquí tiene usted el hombro de mi amigo Juan que, con mucho gusto, también le llevará a usted al cementerio”.
    Años después, una tarde de septiembre, me tocó a mí llevar sobre los hombros el ataúd que contenía el cadáver de mi amigo Jesús Galera. Se murió corneado por el toro de la vida, y cuando lo llevábamos por el camposanto estaban muy firmes los cipreses. Y lloraban.
    Esos cipreses del cementerio del Padul cuyas flechas apuntan al corazón de Sierra Nevada que se levanta cercana como un manto de protectora eternidad.

                                                                                     J.Ch.



                Publicado en Ideal. Granada, 23 de septiembre del 2005.