martes, 24 de abril de 2012

LOS CUENTOS Y LAS CUENTAS

                                             


                                                                               Por Juan Chirveches


    Nuestro país -España o Ex paña, que ya ni se sabe, a ciencia cierta, cómo llamar a este desbarajuste troceado en lonchas autonómicas; a este costosísimo galimatías administrativo en que los señores políticos han convertido, en los últimos treinta años, el territorio de todos nosotros -,  nuestro país, digo, arroja unas cifras vergonzosas en cuanto a número de lectores habituales se refiere y en cuanto a comprensión lectora.
    Nos han construido, o hemos dejado que nos construyan -que siempre se ha dudado si es antes el huevo o la gallina-, un modelo de sociedad que está de los nervios, rebosado de prisas y de ruidos. Vivimos, la mayoría, en unos pisillos cutres, llenos de estrechuras, carentes de silencio y pagados, encima, a precio de atraco a hipoteca armada.
    Todo lo cual nos aleja, claro está, de la paz y del sosiego que requieren la lectura. Pero es que, además, en las últimas muchas décadas, ni desde el ámbito familiar, ni desde las escuelas e institutos, ni desde las autoridades públicas se ha fomentado o estimulado entre los jóvenes, de forma suficiente y eficaz, el amor por la lectura y por los libros.
    Cierto es que, recientemente, en los centros de enseñanza se ha aumentado el número de horas dedicadas a leer, y se lleva a los alumnos a visitar y conocer las bibliotecas locales, lo que es muy positivo. Pero padecemos muchos años de retraso en este asunto, y el desapego por la lectura y por los libros es una pesada rémora que empobrece y lastra a cualquier sociedad.
    Porque la lectura, y comprender lo que se lee, es la base y fundamento de la transmisión de los conocimientos, de la educación, de la cultura y de la civilización. Desgraciadamente, no hemos aprendido a amar los libros. Y los libros son los joyeros que contienen, y donde se guardan, los tesoros de la memoria colectiva, del pensamiento, de la sabiduría y de la sensibilidad de los humanos.
    Y como tenemos desapego o no amamos los libros, no nos sabemos los cuentos; y como no nos sabemos los cuentos, no nos salen las cuentas. Oí decir, en cierta ocasión, a una diplomada universitaria que los hermanos Grimm eran dos: de uno de ellos no recordaba bien el nombre; y el otro se llamaba, por supuesto, Graham: Graham Green…
    Pero no se trata, solamente, de conocer o saberse de qué va tal cuento o tal otro, sino de comprender e interiorizar su enseñanza. Porque los cuentos clásicos, dentro de su envoltura de más o menos agradable y entretenido argumento, guardan una esencia ejemplar: un núcleo de sabiduría y experiencia destilada a través de muchas generaciones, lo que, por otro lado, les emparenta también con los refranes.
    Pues bien. Como puse más arriba: por no sabernos los cuentos, no nos salen las cuentas… Si las autoridades públicas, y la afición en general,  hubieran tenido en cuenta el cuento de La gallina de los huevos de oro, habrían cuidado de la gallina como de oro en paño, y no la habrían matado, como hicieron, de forma tan lamentable.
    Quiere decirse que en los primeros años del presente siglo, en plena bonanza económica, debido a que la gallina urbanística no paraba de poner huevos de oro, y hasta de platino, nuestras enloquecidas autoridades (y todo el mundo) no se conformaron con las ganancias que proporcionaban los huevos, sino que, para extraer de golpe y porrazo el tesoro que estos ignorantes creían contenía la gallina, la mataron a golpes de demenciales, excesivos y salvajes planes urbanísticos que acabaron, finalmente, por dejar a tanto iluso alcalde, a tanto iluso concejal, a tanto iluso consejero autonómico, a tanto espabilado constructor y a tanto espabilado inversor aficionado, sin huevos de oro, sin gallina y desplumados.
    Si hubieran tenido presentes las enseñanzas del cuento de La lechera, quizá, solo quizá, estos nefelibatas se hubieran frenado a la hora de elaborar y llevar a cabo asombrosos, gigantescos y costosísimos proyectos fundamentados en el aire, sostenidos en la nada, sustentados en un imaginario porvenir que iba a ser, en su hilarante imaginación, cada vez más suntuoso y millonario. Proyectos ruinosos con que llenaron de viento el cántaro de su irresponsable fantasía, para terminar con la vasija rota y la leche esturreada por el suelo de la realidad.
    Quiere decirse: aeropuertos en pueblos; trenes de lujo para ciudades de escasa población, que no aportan pasajeros; metros innecesarios y sin dinero para financiarlos; centros culturales enormes, hinchados e insostenibles, destinados a albergar tímidas exposiciones de nivel provincial o local, que no visita casi nadie, a mayor gloria de los camaradas ideológicos y de la megalomanía de algún preboste…, etcétera, etcétera, y todos los muchos etcéteras que sobradamente conoce la afición.
    Si se supieran bien (no sólo las autoridades, sino todo el público) el cuento o fábula de La cigarra y la hormiga, no habrían despilfarrado nuestros señores políticos, durante la bonanza del verano, tanto capital en comilonas, viajes, dietas, autosueldazos fuera de cacho, miles de inútiles asesores o cientos de Consejos prescindibles. Y muchos de nuestros paisanos no habrían aceptado firmar abusivas hipotecas; ni comprar, sin un duro y sin un trabajo estable, carísimos todoterrenos, apartamentos en la playa por el triple o cuádruple de su valor real, o cruceros de lujo a cargo de tarjetas de crédito con fondos de futuro, es decir, sin fondos.
    Si nos hubiéramos sabido bien el cuento de La cigarra y la hormiga, tal vez no nos veríamos ahora, en el invierno, helados de frío y pasándolas canutas.
    De todo lo cual se deduce y se sigue la gran importancia que tiene leer. Para que, sabiéndonos y comprendiendo los cuentos, puedan salirnos las cuentas.

                                                                                              J. Ch.


                      Publicado en Ideal. Granada, 21 de abril - 2012